El 19 de noviembre de 2009 estaba embarazada de siete meses. Treinta y una semanas para ser exactos. Reconozco que me costó hablar y pensar en semanas y que lo olvidé pronto. Excepto las treinta y una semanas. Esas, y todo lo que implicaron, se me quedaron grabadas a fuego.
Aquel día tenía la agenda a tope de médicos. Por la mañana tenía visita en el ambulatorio para renovar la baja, que había pedido hacía sólo un mes. La doctora, que era muy simpática, me preguntó que cómo me encontraba y yo le respondí que cansada, que muuuuuuuuuuuy cansada. Ella me respondió que a menudo cuando nos sentimos fatigados, nos dejamos y no hacemos nada y que esa inactividad nos provoca todavía más cansancio. Me sentí fatal y pensé, joder, tía, mira que eres vaga, lo que tienes que hacer es moverte y seguro que empiezas a sentirte mejor. La tarde anterior me había visitado mi abuela y fuimos a pasear. Yo caminaba más despacio que ella y me notaba la barriga dura y con una especie de contracciones. Pero tranquila, yaya, le dije, que todavía es muy temprano y estas contracciones son falsas, de esas que llaman de Braxton no sé cuántos. Ella me miró con expresión de no sé de qué demonios me estás hablando y mucho susto.
Después del ambulatorio tenía revisión con el ginecólogo en el Hospital General de Cataluña. Y el tema fue que la doctora que me hizo la eco se puso blanca como el papel de pronto y fue corriendo a avisar a mi médico. Hay que ingresarte... el cuello del útero... casi... desdibujado... retrasar tanto como... reposo... absoluto... inyecciones... madurar... pulmones. Luego, me sentaron en una silla de ruedas y me dejaron en pasillo hasta que me subieran a planta. Allí estábamos los dos, Pau y yo, él con su silla, al teléfono, avisando a todo el mundo. Y yo que empezaba a sentir que dejaba de ser yo para ser sólo un medio. Un recipiente. Un purgatorio que era necesario alargar.
No me encontraba mal. No peor que el día anterior, quiero decir. Pero sabía que no debía moverme. Ni un pelo. Por la noche, Pau tuvo que irse porque la habitación no estaba adaptada para que él se quedase a dormir. Vino mi madre. Ay, las madres.
Yo no podía dormir. Estaba inquieta. En la tele ponían en bucle reportajes sobre Franco y el final del franquismo. De madrugada, tal vez a la una o las dos ya del 20 de noviembre, avisé a la enfermera: me parecía que tenía contracciones. Sólo habían llegado a ponerme una de las dos inyecciones máginas que hacen madurar pulmones antes de tiempo, pero no había nada que hacer. Efectivamente, tenía contracciones. Débiles, pero con sufrimiento fetal incluido (ay, ay, ay). Llamamos a tu gine. Y yo me imaginé a aquel buen hombre en su casa, durmiendo, o vete a saber qué haciendo, y el busca que le sonaba, por mí esa vez, de madrugada. Tanto él como Pau me encontraron ya en la sala de partos y con ambos se me saltaron las lágrimas.
En el quirófano, porque me hacían cesárea y si hay cesárea, hay quirófano, éramos muchos. Doble de todo: dos bebés, dos ginecólogos, dos comadronas y dos pediatras. Siempre cuento que la casualidad quiso que fuéramos cuatro Lauras en aquella sala: una ginecóloga, una comadrona, una pediatra y yo. El anestesista, que era uno y no se llamaba Laura, me dijo que tenía que sentarme con la espalda muy recta para pincharme la epidural. También que me quedase inmóvil. Juraría que no me moví ni un milímetro. Ni siquiera me atreví a respirar. Por ellas. Por mis niñas.
Hace unos días Victoria Peñafiel, una fotógrafa que sigo en redes y que si no conocéis os recomiendo muchísimo, hablaba en su perfil de Instagram sobre su experiencia en una unidad de neonatos. Yo no sé cómo ordenar ni qué nombres ponerles a los sentimientos de aquellos días. Pau habla a menudo sobre una ducha de responsabilidad. Estoy de acuerdo con él en que hay algo de aterrizaje. También de atropello. Pienso que fueron días en los que los acontecimientos se llevaron por delante todo lo demás. No quedaba tiempo para pensar, sólo para avanzar, pasito a pasito: cipap, analíticas, infecciones, vías, sondas, pulmones a medio madurar, corazones que todavía no se habían cerrado, orejas delgadas como el papel de seda que se doblaban y no volvían a su lugar, pies minúsculos, marcas de nacimiento que aparecieron después de nacer, instintos que aún no se habían despertado...
Irene y Mònica nacieron a medio hacer, pesaron un quilo y medio y llevaban treinta y una semanas de gestación. En la unidad de neonatos del HGC todo el mundo nos cuidó. Sobre todo, a ellas, pero también a nosotros. Cuando nos marchamos de alta, justo para fin de año, tenían treinta y seis semanas y habían llegado a los dos quilos de peso. Eran dos ratoncitas. Nuestras dos ratoncitas.
El domingo pasado, 20 de noviembre de 2022, se cumplieron trece años de todo esto.
Trece años desde que cruzamos el umbral. Trece años desde que nos cambiasteis la vida.
¡Muchas felicidades, Irene y Mònica!